El baúl

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Buenos Relatos

ALEÉ SÁNCHEZ

Un cierto día me di cuenta que estaba envejeciendo; ya soy un adulto, uno que dejó de jugar e imaginar, uno que trabaja todos los días y hace cosas aburridas. Buscando entre mis cosas, dentro de un baúl, encontré una foto de mi vieja bicicleta, ahí estaba yo, un pequeño de cinco años que lo soñaba todo. Me quedé mirado un rato la imagen, cuando de repente sentí cómo se dibujaba en mí una sonrisa, de esas que hace mucho tiempo no expresaba. Ese gesto que te abraza de alegría, cargado de nostalgia. Sentí como si la fotografía me absorbiera, sumergiéndome en el más profundo de los recuerdos de mi empolvada infancia.

Había sido tragado por el pasado mágico del recuerdo de aquel niño que solía jugar e imaginar batallas contra guerreros y piratas.

Cuando abrí los ojos todo se pintó de color ámbar, un sepia, melancolía. Ahí…

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El baúl.  

Un cierto día me di cuenta que estaba envejeciendo. Ya soy un adulto, uno que dejó de jugar e imaginar, que trabaja todos los días y hace cosas aburridas. Buscando entre mis cosas, dentro de un baúl, encontré una foto de mi vieja bicicleta, ahí estaba yo, un pequeño de cinco años que lo soñaba todo. Me quedé mirado un rato la imágen, cuando de repente sentí cómo se dibujaba en mí una sonrisa, de esas que hace mucho tiempo no expresaba. Ese gesto que te abraza de alegría, cargado de nostalgia. Sentí como si la fotografía me absorbiera, sumergiéndome en el más profundo de los recuerdos de mi empolvada infancia.

Había sido tragado por el pasado mágico del recuerdo de aquel niño que solía jugar e imaginar batallas contra guerreros y piratas.  

Cuando abrí los ojos todo se pintó de color ámbar, un sepia, melancolía. Ahí estaba yo, en el patio dando vueltas en mi bicicleta. Capturé el momento desde la cocina, no lo podía creer. No quería que me vieran y me escondí. El niño entró corriendo por la puerta de la cocina hacia el interior de la casa. En la sala estaba su mamá, sentada en el viejo sofá color marrón. El dulce y suave aroma que emanaba cuando me abrasaba, me envolvía en el amor incondicional que ella siempre sintió por mí. Ella estaba llorando. Lágrimas azules resbalaban por su rostro. Ella estaba profundamente triste. Frío silencio de dolor. Ella había recibió la noticia. Amarga sensación. El niño la abrazó, ella lo miró y sonrió.

Mi padre había muerto. De un golpe algo me empujó a la realidad. Agitado, miré a mi alrededor, llevé mi mano hacia mi frente y me quité el sudor; suspiré, y recordé que estaba vivo. Corriendo bajé las escaleras y ahí estaba Mau, mi hijo de seis años, jugando con sus carritos. Me acerqué y me senté a su lado, él me miró y sonrió, de un salto me abrasó. Nos quedamos un rato. ¿Quieres ir a montar bicicleta? Le pregunté. Esa tarde al calor del verano disfruté, con mi hijo, lo que nunca pude vivir con mi padre.  

El castillo de lego.

Nada fue un sueño, todo es real. Eso me dijo mi pequeño cuando subimos al tren de regreso a casa.  

Fue una mañana fría de enero, cuando me percaté de que Diego estaba sentado sobre el tapete gris que se encontraba en la habitación, ensimismado mientras construía algo con sus legos.

-¿Qué haces? – le pregunte curiosa.

-Un castillo – me respondió.

-¿Un castillo?  A ver enséñame.

En ese instante se levantó y desde el otro lado de la cama me miró muy contentó y me enseño el castillo de legos que estaba armando. Sorprendida sin poder creer que él había armado el castillo sin ayuda alguna. – ¡oh! waw está genial ¿cómo hiciste eso? – le pregunté. – fácil- me contestó enseñándome el instructivo del lego que contiene ilustraciones con más de 20 figuras para armar. En ese instante me quede contemplando lo que decía y cómo se expresaba sobre los guerreros y los castillos.  Por un instante reaccioné y pensé: pero, claro, Aleé, si estamos en Escocia, aquí hay castillo, por qué ¿no?

– ¿Te gustaría ir a un castillo de verdad? – le pregunté espontanea.

– ¿uno real? – me contestó.

– Sí, uno de verdad, dónde hubo reyes y reinas, guerreros y batallas. – le dije convincente.

– ¿Cómo el ajedrez? – contestó preguntando.

– Sí, como el ajedrez, un castillo de verdad; estamos en Escocia y aquí hay castillos como el que acabas de construir- le dije muy emocionada.

– ¡No! – contestó contundente

– No, ¿qué? – respondí confundida.

– No quiero ver el castillo, quiero ver una torre.

Esa tarde cuando llegó su papá, le platiqué todo lo que había sucedido y que me parecía una grandiosa idea visitar un castillo de verdad, pero que no solo eso, una torre era el plan. Aldo con la mirada sorprendida de todo lo que escuchaba, respondió: ¡Stirling, el domingo, Stirling es el lugar al que iremos!

  Stirling es el corazón del centro de Escocia, es la ciudad más antigua de tal belleza arquitectónica que caminar entre sus calles se vive un sueño histórico. Ahí se encuentra sobre una piedra volcánica el castillo medieval más importante de la nación. Pero de igual manera desde el castillo se puede apreciar la torre monumental de William Wallace, que se encuentra sobre una colina (No me pregunten después, cómo logré subir esa colina, siendo yo, una friolenta yucateca proveniente de la planicie).

Llegó el día.

Fue el 16 de enero de 2022, que tomamos el tren para ir a la histórica ciudad de Stirling. Los tres estábamos algo adormilados, porque tuvimos que madrugar.

Ese día fue perfecto, soleado con 6°C, el paisaje urbano era un cuento de hadas.

Yo estaba tan emocionada por visitar el castillo que no sentía tanto frío, obvio que sabía que estaría mucho tiempo en el exterior, y opté por ponerme doble de todo, doble pantalón, doble blusa, doble tapabocas y esas cosas que una hace para no sufrir el frío.

Nuestra primera parada fue la iglesia, en la que Diego no quiso entrar, pero sin pensarlo los dejé atrás y comencé a subí los escalones que conducen a la entrada de la iglesia, en ese momento cuando llegué al descanso de las escaleras una mujer de la tercera edad apareció, por respeto, me dio los buenos días, e inmediatamente intentó adelantarse, pero lamentablemente pisó mal, y se cayó, muy despacio, como en cámara lenta. (no sé, fue muy chistoso, pero, por respeto, ayudé a levantarla y me tragué la risa).

La iglesia ni que decir, hermosa. Salí feliz de ahí, ya que en el interior del edificio había un concierto religioso y la letra de la canción la estaban proyectando en una gran pantalla para que todos pudieran cantar, así que aproveche el karaoke eclesiástico e intente seguir la melodía.

Ya afuera de la iglesia, emprendimos el camino hacia el castillo, pero antes llegamos a una cárcel medieval donde tomamos algunas fotos en el jardín, yo detecté un monumento donde quería una foto, así que salté corriendo una cerca y le pedí a Aldo que me la tomara, inmediatamente, Diego intento seguirme; en lo personal quería una foto sola, pero él empezó a llorar y a decir ¡yo quiero salir en tu foto! e intentó saltar la cerca, que no era muy alta, pero su impulso de alcanzarme no logró brincar bien y se cayó rodando como una salchicha. Yo ya llevaba la risa acumulada desde la iglesia así que fue inevitable no reírme de las caídas del día. Después de carcajear un poco, pensé: Aleé ¡basta! tú no te quieres caer.  Respiré profundo y lo ayudé a pasar la cerca, ese momento terminó con una linda foto de los dos.  

La segunda parada, el castillo medieval de Stirling. Increíblemente hermoso, Diego estaba fascinado, en la entrada le dieron un mapa para niños y él nos iba indicando a donde ir. La visita fu espectacular, conocimos el palacio, la habitación del rey, de la reina, la galería, la cocina real, el jardín de la reina, y lo que se cuenta del castillo, su historia:  

En tiempos del Rey Robert I de Bruce se inició la rebelión contra Inglaterra y sucumbió en la batalla de independencia más importante de la historia celta, en la que participó William Wallace, quien venció a los ingleses, dicho hecho, se llevó acabo en el puente de Stirling. William Wallace fue nombrado guardián de Escocia y reconocido por la nobleza, sin embargo, el rey Eduardo I de Inglaterra de tanta furia firmó un tratado de paz con Francia, pidiendo de regreso a su ejército británico, para acabar con los rebeldes celtas y así detonar la batalla de Falkirk que derrotó al guardián de Escocia, quitándole la vida a William Wallace.

También aprendimos que el unicornio es el símbolo celestial de los reyes, ya que representaba el cielo y el poder divino de la corona. El unicornio representa el poder, la fuerza, la valentía, el liderazgo, listo para enfrentarse a cualquier batalla. El unicornio es una creatura con cabeza de cabra, cola de león y cuerpo de caballo pintado de color blanco.   

Nuestra visita al castillo se alargó más de lo esperado, pero valió la pena, nos divertimos mucho y disfrutamos caminar entre pisos y paredes empedradas.  

La tercera y última parada fue la monumental torre de William Wallace, Diego estaba encantado, el papá ni que decir, se le dibujaba una sonrisa incansable, y mencionaba a ratos, en voz alta que, estaba muy contento de compartir parte de su cultura, la historia y los paisajes celtas con su hijo. Para subir a colina tuvimos que recorrer un mágico sendero muy empinado que estaba lleno de bancas, troncos y esculturas de madera talladas con forma de animales. Musgo verde, albores muy altos, hongos, y muchas aves a nuestro alrededor. Al llegar a la cima el aire soplaba muy fuerte. Llegamos a la torre imponente, monumento que refleja su poder y todo lo que representa. Diego no quiso tomarse ninguna foto, sólo quería ver y contemplar. Aquel momento esperado en el que Diego vio la torre, quedará grabado para siempre en nuestras memorias.

Corrió, brincó y se divirtió, él era Ragnar luchando en la batalla con su espada de madera, que su padre le había comprado en el transcurso de este viaje medieval.

De regreso a casa, le pregunté,

-¿Te gustó la aventura?

-Si

-¿Qué fue lo que más te gustó?

-Me gustó que el castillo y la torre ya no eran solo de lego, nada fue un sueño, todo era real.

Un día de nieve en Escocia.

Deseo ver la nieve, mamá. Esas fueron las palabras de Diego, cuando supo que iríamos a Escocia.

Después de un largo viaje por Europa, a finales del 2018 regresé a mi ciudad natal, Mérida, Yucatán, donde disfruté los tres años más hermosos, con mi familia, amigos y grandes experiencias laborales. A principios del 2020, a raíz de un año de estar distanciada del papá de mi hijo (¡historia que les contaré en otro posteo!) pude rencontrarme con Aldo (mi esposo) con quien viví, junto con mi madre, el encierro y los momentos más fuertes de la pandemia Covid, en México.

Más tarde, llegó el momento de darle vuelta a la página, y en un instante, Aldo y yo decidimos zarpar a una nueva aventura. El 6 de diciembre de 2021, llegamos a tierras escocesas, país del golf, donde la salchicha es cuadrada, se come haggis, en las fiestas se toma Buckfast, los hombres usan Kilt y el inglés es muy particular.

Diego, mi pequeño hijo, desde el aeropuerto de Cancún, pensaba que llegando a Escocia vería la nieve. Su papá y yo no podíamos prometer algo que no estaba en nuestras manos.

– ¿Veré la nieve? – preguntaba Diego, ocasionalmente.

– ¡Seguro! en algún momento podrás ver la nieve- le decíamos.

– Deseo ver la nieve- confesaba.

Pasó navidad y la celebración del año nuevo 2022, y la nieve no llegó.

Una noche muy fría de enero.

– ¿Cuándo podré ver la nieve, mamá? – me preguntó, Diego, con sus ojitos cansados, pronto yo pensé. Esa misma noche después de arropar a mi pequeño y darle las buenas noches, con todo y calefactor en la casa, sentí mucho frío, pero claro, yo soy mexicana y, peor aún, Yucateca, “quien te manda a venir a escocia al invierno” me dije a mí misma mientras me dirigía a mi habitación. Cuando entré a la recamará, dialogué con mi esposo quien se encontraba acostado en la cama a punto de dormir, yo insistí en querer hablar, por lo terca que soy y la conversación se tornó en una leve discusión sin sentido por nuestro cansancio, en ese instante, sentí mucho frío, más de lo normal y me metí entre las sábanas hasta quedar profundamente dormida. A la mañana siguiente, cómo cada mañana, desde que estamos aquí, se abrió la puerta espontáneamente, era Diego, corrió a mi cama para despertarme. Eran como las 9:30 de la mañana, cuando su Papá miró por la ventana y dijo: – Diego ¡Mira! la nieve-. De un salto de alegría mi pequeño de 4 años subió a la vieja silla de cuero del bisabuelo que estaba junto a la ventana y miró hacia el exterior. – ¡NIEVE! – grito Diego de emoción.

Jardines y tejados blancos, era lo que se encontraba a nuestro alrededor.

Desayunamos, nos enchamarramos, y nos pusimos nuestros mejores zapatos waterproof. Mientras mi suegro salió en short y en playera, yo era todo un esquimal. Fue el momento más feliz y divertido que había vivido desde mi llegada a Escocia. Eso no significa que no existan otros bellos momentos de este viaje, pero aquel instante en el que todos nos pusimos a jugar en la nieve fue extraordinariamente especial. Muñecos de nieve, guerra de nieve, angelitos de nieve, posar bajo la nieve, acrobacias, risas, copos de nieve, fotos y videos en la nieve, hizo que el frio no se sintiera. Logré captar cada instante gracias al calor de las sonrisas.

Esa tarde fue soleada y caminar sobre la nieve fue una nueva sensación inexplicable. El sonido que se generaba al pisarla, era suave, delicado, espeso, blanco y silencioso. Diego jugó todo lo que pudo, yo como buena yucateca después de mi última acrobacia corrí a la casa para cambiarme los guantes y calcetines que ya empezaban a mojarse por el calor corporal que derretía la nieve. Subí a mi habitación y miré por la ventana. En los últimos minutos de la tarde solo contemplé a lo lejos, como Diego y su papá seguían jugando y riendo sobre el blanco paisaje que cautelosamente se iba derritiendo con el paso del tiempo.

Una sonrisa incansable se dibujaba en nuestros rostros.

Cayó la noche y la lluvia lo limpió todo.  

Al día siguiente ya no quedaba rastro de la nieve, solo quedaba tierra mojada y asfalto escarchado, todo había regresado a lo que era antes.

Aquel día había parecido un sueño.

El deseo: “un día de nieve”.

Ya han pasado varios días desde la caída de la nieve y aún sigo pensando que, aquel día fue el deseo de Diego hecho realidad.