Se abrió la puerta, la campanita sonó, el viejo hombre entró, pero hoy, lucia diferente, olía diferente, se acercó al mostrador, levanto la mirada y dijo:
-Hoy, solo el Nacional.
Profunda inhalación de pupilas dilatadas, silencio escalofriante; el tiempo se paró, nada se movió, y yo, ya lo había entendido todo.
¿El trabajo? La verdad, no me quejo, la mayor parte del tiempo me divierto, puedo atender a toda clase de personas, en lo personal parecen personajes, mientras deciden que comprar, me encanta imaginar sus vidas, , eso me ayuda activar la imaginación.
Durante el tiempo que no hay clientes, puedo mirar el celular, acomodar algunos productos o leer una buena revista deportiva. Cuando se abre la puerta, golpea la campanita, sonido que me deja saber que alguien ha entrado a la tienda; las personas por lo general, siempre van a comparar cualquier producto de necesidad básica, pero en este lugar, cerveza y cigarros es lo que más se vende. Desde que comencé a trabajar aquí, soy popular, todos me conocen como “el de la tiendita”, la gente joven compra rápido, pero el adulto mayor, siempre tiene tiempo para intercambiar alguna palabra.
Los viejitos, siempre logran despertar mi ser más vulnerable, comprensible y empático. Respeto mucho a mis mayores, sobre todo a los que me recuerdan a mi abuelo, aquellos señores de bastón, encorvados con bigote que les tiembla la mano al asentar las monedas sobre el mostrado.
El señor G. todas las mañanas se levantaba muy temprano para encender la cafetera, mientras la maquina hacía su trabajo, él se colocaba el sombrero y su gabardina para salir de casa, cruzar la calle fría de St. Leonard y entrar por la puerta que golpearía la campanita, anunciando su llegada. Siempre positivo, con una alegre sonrisa que le permitía contar chistes, cada mañana me pedía dos tipos de periódicos, el Nacional y el de ella.
Siempre curioso de porqué compraba dos, le pregunté – ¿le encanta comparar las noticias?, eh- Sorprendido me contestó – El Nacional es para mí, el otro para mi esposa-. A ella le encantaban los crucigramas y el Nacional no es ese tipo de periódico, sobre todo porque no era amante de las noticias “amarillistas”. La señora G, no frecuentaba ir a la tienda, pero cuando llegó a ir, añejo rosal con sonrisa cansada que brillaba por la mañana, adolorida, me pidió lo habitual: el Nacional y el de ella.
¿Qué hacía ella aquí? Me pregunté en silencio. No dejaba de tocarse con la mano derecha la costilla izquierda, vacía mirada de ojos azules, que expresa su vejez, me contó:
– Ayer me caí de las escaleras, y me llevaron al hospital, tres costillas se me rompieron, pero con las patillas, qué voy a sentir. En ambulancia me trasladaron, pero ni de loca me quedo a dormir ahí. Ahí solo van los más viejos, y si te quedas en el hospital, te mueres, ahí te enfermas más de lo que ya estas. Así que pedí que me lleven a casa. Don G. se veía cansado, lo dejé dormir y hoy me tocó a mí comprar los periódicos.
Giñándome el ojo y con una sonrisa traviesa, estiró la mano temblorosa para entregarme las monedas que pagarían su compra. – Vaya a descansar – le contesté. Ese mismo día por la tarde el señor G. fue a la tienda a comprar unas cervezas, con el rostro preocupado, decaído me compartió la profunda tristeza que sentía por su esposa, mujer de la mirada vacía; las caídas, el olvido, eran la decadencia del ser que la desprendían del hilo de la vida hacia la muerte. Un joven como yo, que no entiende nada del declive de la existencia, escuchar, fue el mejor apoyo que le pude brindar.
A la mañana siguiente, la puerta se abrió y la campanita sonó. Una fría corriente de aire entró como un grito exhalado que lo envolvió, duelo, inexplicable del adiós. Levanté la mirada y frente al mostrador, ahí estaba el señor G, lucia diferente, olía diferente, negro profundo color era el sombrero que cubría su rostro, entre el silencio y el dolor, levantó levemente la mirada, ojos rojos llenos de lágrimas, desconsuelo, me dejaron ver, el sufrimiento. Estiró el brazo y con su mano temblorosa, asentó una moneda sobre el mostrador, la voz deshidratada, marchita soledad, palabras quebradas, expresó:
¡La frase!
Como el aleto de la mariposa, que cambio su mundo, mi mundo y el otro lado del cosmos.
Profunda inhalación de pupilas dilatadas, silencio escalofriante; el tiempo se paró, nada se movió, y yo, ya lo había entendido todo. Gota de lagrima que explota al caer; níquel-latón, cobre, moneda que paga impactantes noticias. Aquel ser que apenas vi ayer, la muerte acobijó y al eterno viaje de los sueños se la llevo. Pues:
– Hoy, solo el Nacional.